Discurso del señor Jorge Alessandri Rodríguez

PREMIO ESPECIAL ICARE 30 AÑOS

9 de noviembre de 1983

Estimados colegas, señoras y señores:

En oportunidad reciente he expresado cuan hondo es el sentimiento de gratitud que se experimenta al recibir una honrosa distinción, cuando se está cierto de que ya nada puede esperarse de aquel a quien se otorga. Mucho más grande resulta al conocer los conceptos, tan extraordinariamente enaltecedores, que se vierten en el acuerdo por el cual una institución tan prestigiosa me concede el premio “ICARE 30 años”.

Desde lo más profundo de mi corazón os agradezco la distinción que me habéis otorgado. Gracias, muchas gracias.

No he ambicionado ni fortuna, ni los honores que la Providencia me ha prodigado con exceso. He podido cometer errores, pero estoy cierto de que mi intención permanente ha sido anteponer el interés general sobre cualquiera otro, por legítimo que éste pudiera parecer.

En esta hora de pasiones, en que el torrente de las ambiciones pareciera amenazar con arrasarlo todo, he procurado guardar silencio.

No obstante, numerosos amigos me han señalado la profunda incertidumbre que están viviendo los hombres de trabajo, con quienes he estado vinculado buena parte de mi vida, y su deseo de conocer mi pensamiento en la hora presente. En testimonio de gratitud hacia ellos, he accedido a complacerlos.

Como ciudadano y como gobernante, señalé que la demagogia que imperaba en el país nos conduciría al quebrantamiento de la vida institucional. Como mandatario, hice los mayores esfuerzos por detener esa avalancha.

Los gobiernos que siguieron al mío, cuyas buenas intenciones no pongo en duda, fueron arrastrados por una política en que la demagogia se hizo cada vez mayor, hasta que en 1973 sucedió fatalmente lo que debía ocurrir. Para mí, demagogia es ofrecer o el intento de realizar todo aquello que la capacidad económica del país no le permite soportar.

Las sociedades, al igual que las personas que las forman, se enferman. Cuando eso ocurre, las últimas se someten a un régimen que las obliga a llevar una vida diferente de la ordinaria, y para volver a ésta deben hacerlo con prudencia. Cuando los pueblos se enferman, surgen inevitablemente regímenes que alteran las normas ordinarias que rigen la vida ciudadana. Las libertades públicas deben restringirse y es obligación de los que mandan y de los que obedecen comportarse de manera que sea posible volver cuanto antes a la normalidad institucional.

Reclamo para mí el honor de haber obtenido que se pusiera término a las actas constitucionales, así como que se llegase a redactar una nueva Carta Política. No estoy de acuerdo con las modificaciones introducidas al proyecto que aprobó el Consejo de Estado y mucho menos lo estoy con la normativa de la transición que posteriormente se introdujera a su texto.

Cuando el Consejo de Estado terminó el estudio del proyecto constitucional, señalé que era necesario crear un régimen transitorio que permitiera la entrada en vigencia de la nueva Constitución inmediatamente después de aprobada por un plebiscito. Para ello había un obstáculo: la elección de un Congreso, lo que obviamente, a mi juicio, tomaría mucho tiempo. Por eso, propuse la designación de senadores y diputados por la Junta de Gobierno. El tiempo transcurrido era más que suficiente para que se pudiera legislar públicamente, es decir, deseaba que el señor Pinochet continuara gobernando en plena normalidad constitucional y después de cinco años se reemplazara el parlamento así instalado por otro de elección popular.

Elaboré un sistema para que el paso al funcionamiento regular de las instituciones republicanas fuese inmediato y sin tropiezos que resultaran ingratos para las Fuerzas Armadas y de Orden, cuyo leal concurso es indispensable para cualquier gobierno en todo tiempo y mucho más en los actuales que vive el mundo.

Buscaba, también, que el señor Pinochet cuidase que el Congreso no distorsionara la interpretación de la nueva Carta Fundamental, como ocurrió desde el primer día con la de 1925 y como sucedió al final con la de 1833.

Hay un principio general de derecho, que establece que los particulares pueden hacer todo lo que la Constitución, o la ley, no les prohíbe, mientras que las autoridades y funcionarios sólo pueden hacer aquello que la Constitución, o la ley, les autoriza expresamente. La Constitución entrega al Congreso la tarea de fiscalizar el cumplimiento de este principio. No obstante, entre nosotros se ha producido el hecho extraño de que éste no haya comenzado por dar el ejemplo.

Ningún precepto de la Constitución de 1833 autorizaba al parlamento para dar o negar confianza al gabinete. Como consecuencia de atribuirse esta facultad de que carecía, se derramó mucha sangre en Concón y Placilla y –triunfante el parlamento- no tuvo ni siquiera la precaución de introducir la enmienda respectiva en el texto constitucional.

En relación con la Carta del año 1925, el ejecutivo aceptó que se violara su letra y su espíritu en cuanto negaba al Senado el derecho a fiscalizar. Al instalarse el Congreso elegido a fines del año 1925, el Senado debió suprimir en su reglamento la hora de incidentes destinada a fiscalizar. No lo hizo, alegando que sólo se le había prohibido enviar notas al ejecutivo, lo que el nuevo texto constitucional había reservado a la Cámara de Diputados como medio para realizar su función fiscalizadora.

Mi padre quiso incluir en el texto constitucional una disposición que permitiera al Congreso delegarle facultades legislativas para casos concretos y determinados, la cual no prosperó. Estando vigente el recuerdo de tal hecho, antes de un año, el gobierno pidió facultades legislativas amplísimas y el Congreso se las otorgó con mi protesta en la Cámara de Diputados. Podría señalar muchos otros casos semejantes.

Es curioso que nuestros constitucionalistas se desentiendan de esta tendencia que causa graves perturbaciones a la marcha normal del país y de su economía y atribuyan, en cambio, decisiva importancia a las nuevas constituciones, especialmente a la alemana, de la que ni remotamente puede recogerse para nosotros la rica experiencia que arroja nuestra vida institucional, que se remonta a épocas en las que en aquella gran nación imperaba la voluntad de los Hohenzollern y, más tarde, la de Hitler.

Estoy cierto de que si hubiese tenido acceso al estudio de la Constitución actual dentro de la Junta de Gobierno, se habría aprobado lo que entonces propuse y hoy estaríamos viviendo en plena normalidad constitucional.

En una inscripción extraordinaria efectuada en el año 1925, con motivo del referéndum popular que puso en vigencia la Constitución de ese año, se produjeron tremendas aglomeraciones. Yo me inscribí en esa oportunidad; desde entonces hasta hoy no he necesitado volver a hacerlo. Eso significa que desde aquella fecha hasta 1983, en casi 60 años, no ha habido en Chile una inscripción general. Diversas leyes de elecciones posteriores que consultaban renovación de los registros, esta obligación se dejó siempre oportunamente sin efecto. Por lo ocurrido en aquella remota ocasión, en que los ciudadanos inscritos no alcanzaban a quinientos mil, es posible imaginar el tiempo que tomará inscribir a los casi siete millones de personas con derecho a voto en la actualidad.

Durante el gobierno del señor Allende, los partidos llamados democráticos denunciaron grandes fraudes cometidos en las inscripciones parciales. Hubo voces que señalaron la necesidad de practicar una investigación general del registro. Sin embargo, sólo se logró mayoría para que la revisión se concretara al período del gobierno de ese mandatario. Ello no quita que había plena conciencia de que los registros electorales durante mucho tiempo habían sido objeto de toda clase de fraudes. Con justa razón, el actual gobierno ordenó eliminarlo. Además, no se ajustaban a las normas que hoy prevalecen en la materia en los más importantes países.
En consecuencia, para que el pueblo pueda votar, es esencial que se proceda a estudiar un régimen electoral para que cuanto antes se haga una nueva inscripción general, lo que permitiría ganar tiempo.

Con la experiencia adquirida, no parece lo más cuerdo volver a un sistema de registro electoral como el que teníamos. Es por eso que en la Constitución de 1980 se reemplazó el término “registro electoral” por “sistema electoral”.

Si en verdad se desea consultar la opinión del pueblo, la inscripción debería contemplar un período suficientemente largo que permitiera la de todos los ciudadanos con derecho a voto, ya que las personas que hoy lo tienen son aproximadamente más de doce veces que las inscritas hasta 1925.

Hoy existen sistemas diferentes al que nosotros teníamos, ya que en países con mucha mayor población que la nuestra, los resultados electorales se conocen rápidamente y no se ha oído hablar de todos los inconvenientes a que se ha hecho mención. La electrónica y la computación no deben estar ausentes en ellos.

Estudiar esos procedimientos y adquirir la maquinaria que puede necesitarse, así como preparar al personal permanente y extraordinario que se requiere y hacer un nuevo registro, tomará bastante tiempo, por lo cual parece inverosímil que gente que debe tener sentido de responsabilidad esté hablando hasta de calendarios para el restablecimiento de la plena constitucionalidad.

No deseo ofender a nadie, pero tal omisión, a mi juicio, permite pensar que denuncia el propósito de aprovechar el malestar general por el problema económico, para provocar un cambio de gobierno. Al parecer, se espera que se repita el caso de la primera administración del General Ibáñez. Por el conocimiento que tengo de las personas que entonces actuaron y de las que hoy deberían hacerlo, tan equivocada apreciación puede llevarnos a una tragedia colectiva.

Redactada esta exposición, el domingo último he leído la declaración del señor Ministro del Interior en El Mercurio, que señala el largo proceso que deberá seguirse antes de poder llamar a elecciones populares. Es un esclarecimiento muy útil y que hacía gran falta.

Situación política

El llamado hecho por la Alianza Democrática, con el evidente propósito de aglutinar diversas corrientes de opinión que pudiesen dar respaldo a un posible gobierno civil, ha provocado una reacción totalmente contraria: la proliferación, por una parte, de toda clase de grupos y grupúsculos de la más opuestas tendencias; y por otra, la de poner de manifiesto el hecho desalentador de que muchos antiguos políticos se encuentran hoy en día aún más desorientados que hace diez años y cómo hasta personas sin significado alguno en la vida nacional aparezcan ahora con la clara aspiración de encauzarla. Es, en verdad, un espectáculo lamentable, que debe cesar.

En obedecimiento a un imperativo patriótico, los distintos grupos con influencia en la opinión pública deberían aunar sus esfuerzos para proceder al estudio de un sistema electoral moderno, determinando especialmente y de manera responsable cuánto tardaría llevar a efecto nuevas inscripciones generales. Si ello no es posible, debieran abrir un debate en la prensa sobre el particular para ir avanzando en una materia tan fundamental como ésta y que indudablemente es previa a toda formulación de planes y de plazos.

Otro punto, a mi juicio, que exige un debate es el que dice relación con el objeto de los partidos políticos. Con frecuencia se acostumbra señalar en Chile que el principal es el de llegar al gobierno para realizar sus programas. En mi opinión, esto importa un gravísimo error, del cual derivan consecuencias altamente nocivas para el país. Ello, por lo demás, explica que haya llegado a ser causa determinante de la pérdida de prestigio de tales agrupaciones ante la opinión pública. En mi concepto, tal objetivo debe ser fundamentalmente el de procurar el bien de la colectividad, ya sea desde el gobierno o en la oposición.

Por otra parte, nuestros partidos políticos se han caracterizado por la falta de una doctrina definida y precisa en materia económica, salvo los de extrema izquierda, limitándose tan sólo a esbozar algunas ideas generales sobre las cuales, por lo mismo, existe acuerdo mayoritario; pero eluden la grave obligación que sobre ellos pesa de señalar el camino que seguirán para el logro de esos propósitos. Tal postura contrasta con la claridad y precisión que se destacan en los planteamientos y posiciones de los grandes partidos europeos, los que al proceder así orientan efectivamente a los electores, tanto en ésta como en otras materias, sin dejar margen a la vaguedad ni menos a las equívocas interpretaciones.

Por mi parte, he servido invariablemente el bien público, ya sea desde el gobierno, a través de la actividad privada o como parlamentario de oposición, porque jamás perseguí obtener ventajas de ningún orden, sino tan sólo lograr soluciones adecuadas para el interés general.

No prevalece, sin embargo, este criterio entre nosotros, pues cuando se pregunta a quienes hacen oposición cómo resolverían los problemas que critican, es costumbre responder que la tarea de indicar soluciones incumbe al gobierno, en circunstancia que indudablemente es una obligación común para todos los que se interesan realmente por el bien de Chile.

No podría terminar este párrafo sin llamar la atención acerca del gravísimo daño que se causa al país con la actitud que no pocos políticos y partidos han venido adoptando en cuanto a contar con el respaldo extranjero a sus planteamientos. Ya no sólo recibimos la visita de representantes de organismos internacionales a los cuales pertenecemos, sino que hasta de inspectores de gobiernos extranjeros, lo cual es absolutamente contrario al honor nacional y no se aviene con la altivez que fue una de las características más destacadas de Chile como nación.

Situación económica

En abril de 1981, en la Junta de Accionistas de la Compañía Manufacturera de Papeles y Cartones, como lo he hecho durante todo el tiempo que he sido su Presidente, me referí a la situación económica general para señalar su influencia en la marcha de esa empresa. El asunto cobraba mayor importancia por el fuerte desmejoramiento de sus negocios que evidenciaba el Balance. Critiqué el mantenimiento del tipo de cambio y el arancel único de 10%, reconociendo la influencia decisiva que la recesión mundial provocaba en la economía del país.

Señalé que esos graves errores reconocían su origen en el desconocimiento por parte del equipo económico del valor de la experiencia en materias de esta índole, a pesar de que desde los más remotos tiempos de la humanidad las distintas civilizaciones le rindieron tributo a través de los “Consejos de Ancianos”.

Estos errores y sus graves consecuencias no autorizan para desconocer los logros valiosísimos alcanzados por el actual gobierno en el quehacer económico de las empresas chilenas y en muchos otros aspectos de la vida nacional.

No debemos olvidar que los economistas que han actuado en esta administración han sido un antídoto contra las tendencias de algunos otros, cuyas doctrinas hicieron un gran daño a las empresas y al país; pero, sin duda, ha sido un gran error de los de la Escuela de Chicago suponer, como algunos de ellos lo declararon ingenuamente por la prensa, que la economía era una ciencia que había llegado a un grado tal que podía prever los fenómenos económicos y dar soluciones para todos ellos.

No es posible desconocer que los planteamientos y doctrinas de tales expertos favorecen indudablemente el concepto de empresa privada; pero tampoco se puede ignorar el error fundamental que significa sostener que el Estado debe estar totalmente ausente en el proceso económico.

Con o sin crisis, es deber irrenunciable del poder público orientar la economía y corregir los abusos que puedan cometerse en estas materias, siendo por otra parte fatal para el bien general el otorgamiento de facultades discriminatorias a funcionarios estatales, las que además relajan la moral pública y privada.

No resulta tampoco prudente ningún espíritu revanchista, porque con él se contribuye a crear desconfianzas que se traducen en inestabilidad para el proceso económico.
Cesantía

La tremenda y cruel cesantía que sufre el país no es un problema fácil de solucionar. Entre las medidas más efectivas que pueden adoptarse para enfrentarla, está el restablecimiento de un arancel diferenciado que proteja la producción nacional sin agravar innecesariamente los costos de importación de elementos que sólo pueden obtenerse en el extranjero. Siempre hubo en Chile un arancel y solamente en las épocas que precedieron al 11 de septiembre de 1973 se produjo el fenómeno de alzas y rebajas de partidas aisladas para favorecer determinados intereses. Eso nunca antes ocurrió, porque cualquiera modificación arancelaria debía hacerse mediante una ley, cuya discusión pública era sin duda eficaz para impedir abusos. Además, los derechos arancelarios eran muy altos en Chile, porque durante largo tiempo éstos no sólo estaban destinados a defender la producción nacional, tal como se hace en todos los países del mundo, sino que era una de las principales fuentes de ingresos fiscales.

Hoy es una tendencia universal la de exportar saldos de producción, ya que para cualquiera empresa resulta beneficioso hacerlo a un precio muy bajo que sólo sobrepase el valor de los costos variables, porque de ese modo se contribuye a financiar los gastos generales de la empresa.

Por otra parte, es un hecho indiscutible que hay países que ejercitan en gran escala el dumping y que cuando son importantes califican las providencias que se adoptan para impedirlo como gravámenes discriminatorios y amenazan con represalias. En consecuencia, las medidas antidumping, generalmente, no pueden hacerse efectivas.

Cuando se analiza el problema del desempleo, debe tenerse presente que en parte importante éste es consecuencia de la racionalización que han debido efectuar las empresas para obtener un mejoramiento de su productividad, porque no hacerlo habría significado lisa y llanamente provocar su paralización. Como por desgracia no se han creado nuevas actividades económicas suficientes que puedan absorber en forma permanente a esos trabajadores, hoy sólo es posible obtenerlo mediante el incremento de las actividades del Estado a través de planes de obras públicas y de habitaciones populares. Los tipos de interés que actualmente prevalecen en el mercado mundial no permiten que éstas se realicen por medio de las empresas privadas.

Este problema no puede cargarse a la cuenta de este gobierno. Es el fruto de la cesantía disfrazada en alta escala que el país acumuló por obra de la acción demagógica de muchos años.

Al comienzo de la década del 40, la Papelera mecanizó su fábrica de Puente Alto, generándose un sobrante de 75 hombres, que no se permitió desahuciar. Fueron distribuidos entre las distintas secciones y maquinarias, para proceder paulatinamente a la supresión de los cargos a medida que se fueran produciendo vacantes. Tampoco se pudo hacer porque se creaban problemas laborales, aduciéndose que la eliminación de cualquiera de esos empleos significaba un recargo de trabajo para el personal permanente. Se acusaba de ineficientes a las empresas, en circunstancias de que los responsables eran los mismos que las criticaban.

Por otra parte, no parecen justas las quejas de falta de rapidez del gobierno en la adopción de medidas para dar trabajo, porque para emprender obras con tal finalidad es necesario hacer proyectos, pedir propuestas, resolverlas y organizar las faenas, todo lo cual demanda un lapso de varios meses.

Otro factor que influye gravemente en el problema de la cesantía es la política que se ha practicado por tantos años de no consentir, a través de fijaciones de precios y de aumentos de remuneraciones excesivos, que los capitales invertidos en la producción reditúen un interés adecuado. Así se pierde toda posibilidad de obtener capital fresco o conseguir préstamos para mejorar o ampliar las instalaciones y la creación de nuevas actividades productivas. La impresionante celeridad con que actualmente se producen los avances científicos y tecnológicos impone realizar constantemente las modernizaciones indispensables para que la empresa no se haga antieconómica. Los trabajadores deben convencerse de que si la respectiva empresa no se moderniza, lo que ciertamente ocurrirá si no tiene utilidades adecuadas, en definitiva perderán ellos su trabajo. En consecuencia, las utilidades convenientes son una ventaja no sólo para los capitalistas, sino también para los propios trabajadores y para el país.

La situación del mundo permite pensar que por lo menos durante algún tiempo será difícil que se pueda recurrir a empréstitos de la banca privada extranjera, por lo cual los nuevos préstamos deberán necesariamente obtenerse de los organismos internacionales de crédito. Para que esas puertas no se cierren, es indispensable que cuidemos el buen concepto que existe actualmente en el Fondo Monetario Internacional sobre la política económica que está desarrollando nuestro gobierno.

El país no debe desaprovechar la confianza que el señor Ministro de Hacienda, don Carlos Cáceres, ha despertado en esa institución, en todos los otros organismos de crédito internacional, así como en los bancos particulares extranjeros.

A un político de extraordinaria inteligencia le oí decir: “La confianza se siente, no es susceptible de argumentaciones ni de demostraciones”. El señor Cáceres, como Ministro, ha despertado ese sentimiento. Su sencillez, su modestia, su honorabilidad, su desvinculación de todo interés particular, su austeridad dan confianza. Además, nada hay más grave en materia económica que la inestabilidad. Los cambios de ministros y de funcionarios dan esa impresión, que puede traducirse en un aceleramiento del proceso inflacionista, que sumado a la gran desocupación puede llevarnos a una catástrofe de inimaginables consecuencias. Por el bien de Chile., espero que ello no ocurra.

* * *

Estimados amigos: habéis deseado conocer mi pensamiento. Hubiera preferido no hacerlo porque bien sé las incomprensiones que ello me habrá de deparar y quizá si llegaré hasta lastimar a amigos muy queridos.

La hora que Chile vive es muy difícil. No obstante, tengo la íntima satisfacción de haber realizado privadamente, desde mi retiro, cuanto me era posible para recuperar con rapidez nuestra muy honrosa vida constitucional. No tuve éxito y mis labios se sellaron.

Para salvar las dificultades por que hoy atravesamos, es imperioso para todos los chilenos que recobren la serenidad y se desprendan de todo sentimiento que no sea el amor al país, contribuyendo así a crear un clima que haga posible la recuperación de la normalidad. Esta obligación es tanto más importante mientras mayores sean las responsabilidades de cada ciudadano.

Por eso, en la forma más respetuosa, pido a Su Excelencia el Presidente de la República, a quien traté se servir lealmente, que sea él quien dé el ejemplo en la prudencia, evitando todo acto o declaración que sirva de pretexto para el agravamiento de este duro trance.

Yo ofrecí un camino que por desgracia no se adoptó. Formulo votos por que los diversos aspectos que a mi juicio debían considerarse en el restablecimiento rápido de la normalidad, que hoy hago públicos, sean considerados serenamente por todos aquellos cuyo concurso es necesario para lograr una solución al conflicto que vive el país.

A estas alturas de una larga vida, en la que quiso el destino colocarme desde temprana edad en situación de conocer muy de cerca los problemas nacionales, cuya secuela de angustias y sinsabores atravesaron cruelmente, en más de una ocasión, los umbrales de nuestro hogar familiar, no puedo sino hacer desde lo más íntimo de mi corazón un ferviente llamado a la concordia.

Pido a la Divina Providencia que este ruego que hoy formulo, inspirado tan sólo en el patriótico anhelo de servir a Chile y a sus hijos, sea recibido sin mezquindades ni reservas, pues cierto estoy de que anidados estos nobles sentimientos en el alma de nuestro pueblo, habrán de restañar heridas, haciendo posible que sin lastimar ni a instituciones ni a personas, podamos todos juntos construir la futura grandeza de la República.