Días atrás me anunciaron la visita del presidente de ICARE, Sr. Arturo Mackenna, quien tuvo la gentileza de llegar hasta mi casa. En un momento pensé que su visita respondía al deseo de conocer una colección de automóviles antiguos, que con la ayuda de mi hijo Jesús, hemos restaurado. Grande fue mi sorpresa cuando el Sr. Mackenna me comunicaba que el directorio de ICARE, por la unanimidad de sus miembros, había acordado distinguirme con el premio “al mejor empresario 1997”
Puedo decirles que a pesar de mis años (el próximo mes cumplo 70), ha sido uno de los momentos más difíciles de mi vida. Reconozco que me llené de felicidad, pero también me complicó bastante. No me imaginaba subiendo al escenario del Teatro Municipal para recibir un premio, ni mucho menos enfrentar a un público tan selecto y distinguido, compartiendo con empresarios de tanto prestigio, la mayoría de los cuales solo conocía a través de la prensa y de la televisión. Me es difícil expresar con propiedad, tanto la felicidad y sentimientos que he tenido desde el día que tomé conocimiento de este premio; como también, agradecer a ICARE y a su directorio que me honró con la distinción. Uno se acuerda de sus padres, su esposa, sus hijos y tantos trabajadores, formadores y amigos que de una u otra manera han contribuido para que hoy esté frente a ustedes.
Además, no tengo la facilidad de palabra, ni los estudios que muchos empresarios poseen. Mi principal formación la constituye la “Escuela de la vida” y las enseñanzas de mi padre, un labrador de la Villa de Ventrosa, que movido por un deseo de vida mejor para la familia, deja esta aldea rural de La Rioja en España, para buscar nuevos horizontes en Chile y llegar a la ciudad de Rancagua. Corría el año 1928 y yo apenas tenía 3 meses de vida.
Creo un deber recordar de mis padres los sólidos principios morales que nos inculcaron desde niño: ser honestos a toda prueba, trabajar con mucha responsabilidad, austeros y muy sobrios en el vivir, respetuoso de la autoridad y sobre todo valorar la persona y su familia, como pilar fundamental irrenunciable.
Siendo el mayor de mis hermanos, cuando tenía solo 14 años de edad y cursaba 2° año de humanidades (8° básico de hoy) tuve que dejar el colegio, por la difícil situación económica de mis padres. Corría el año 1942. Comencé a trabajar a esa edad, calzando ojotas en una parcela de mi padre en el sector de Punta Cortés, durante un año seguido sin descansar ningún día. Nos fue muy mal, y tuvimos que vender la parcela. Sentía la fuerte carga que significaba para mí el ver a mis padres angustiados, buscado siempre algo más en que procurarse un sustento. Luego probamos en una compraventa de artículos usados que mi padre instaló, donde se vendía toda clase de ropa y objetos usados.
En esos años, 1945, cuando llegaban las noticias del término de la segunda guerra mundial, aprendí el oficio de relojero, y nos iniciamos con un taller de reparaciones de relojes. Las cosas que en esa época se vendían, no eran desechables; un reloj era para toda la vida, y bien valía la pena reponerlo cuando se descomponía. Fue en el oficio de relojero donde por primera vez sentía que podía ser independiente, pero de todos modos, muy ligado a la familia. Por eso, el taller de relojería se instalo al lado de la compraventa de objetos, y así complementábamos el oficio de mi padre (vendedor de ropa y artículos usados) con el mío, reparador de relojes. Aprendí de él que compartir era tan importante como competir. Un principio basado en el amor, el otro en la excelencia.
En la vida de todo empresario, hay hechos que sólo Dios puede explicar. De algo a veces sin importancia se cambia el rumbo o el destino de toda persona traza. Así cuando yo creía haber encontrado mi oficio definitivo (cuando uno es joven todo lo cree absoluto), apareció en mi taller don Luis Droguett, de oficio chofer, quien tenía varios relojes de sus pasajeros habituales para reparar. Conversando y conversando (eso si me gusta mucho), me conto que con un socio eran dueños de una micro, de la que llamaban góndola en esa época y que hacia un recorrido entre San Francisco de Mostazal y Rancagua. Todos los ahorros de tres años, de mis padres y míos ($220.0000 de la época), se fueron en la compra de esa micro, una Fargo año 1939. La compra se hizo a nombre de mi padre. El mandaba y yo era menor de edad hasta que cumplí la mayoría de edad, fue el aseador de la máquina, cobrador de boletos y también mecánico.
Cumplida la mayoría de edad, al fin podía ser chofer y manejar, trabajábamos sin descansar, siempre pensando en la subsistencia de la familia que era nuestro único deseo. No teníamos mayores aspiraciones, ni mucho menos soñábamos ser empresarios. Incentivado por mi padre, al término de la década de los 40 adquiero por fin dos micros propias: un Ford del año 40 y una Chevrolet año 1934. Ahora como independiente debía valerme sólo. Si con mi padre trabajamos de “sol a sol”, ahora por un sentido de subsistencia, también lo hacíamos algunos días de “noche a noche”. Las dos micros iniciales no eran de las más modernas, así que el trabajo era intenso, porque además de hacer los recorridos, gran parte del tiempo pasábamos reparándolas.
Dos principios fueron claves en un comienzo para nuestro paulatino pero sostenido crecimiento: tener claro que el público determinaba nuestro sueldo y había que servirlo bien, y la puntualidad. Recuerdo que para cumplir con el primero, al iniciar los recorridos tenía por costumbre saludar al pasajero y ser amable con él, y al término, les sacudía la ropa con una escobilla, ya que el tierral era grande por los caminos sin pavimento, y además porque los vehículos de esa época no eran herméticos como los de hoy. Si bien la gente llamaba a nuestra línea con el nombre de “tarro bus” por lo viejo de sus carrocerías, nos fue dando preferencia por la amabilidad que mostrábamos y por la puntualidad, a la que poco a poco la gente se acostumbró. Nuestro exceso de trabajo llegó al extremo que un día, al subirme en el campo a un caballo, le quise dar la llave de contacto. Comprendía que era necesario el descanso.
El Señor se valió de este hecho para enseñarme que hacer las cosas bien no es hacer muchas cosas, ni ambicionar bienes en cantidad, sino que el logro humano, limitado e imperfecto, pero logro al fin, se obtiene en la medida que el amor inspira nuestra tarea.
Y para eso, es preciso también descansar. En 1955 contraje matrimonio con Hortensia González del sector de la Punta de Codegua, con quien compartimos los difíciles momentos de nuestros comienzos de empresario. En el año 1956, con algo ya ahorrado, nos trasladamos con mi esposa a Santiago. Ya éramos dueños de dos buses.
Recuerdo que en esos años comentaba con Hortensia, que mi ambición de empresario era poder algún día partir de este mundo dejándole un bus a cada hijo, hoy con 4 hijos y 600 buses no sé si me faltaron hijos o me sobraron buses.
La empresa de buses fue creciendo poco a poco y extendiendo sus recorridos. En 1960 nace Jedimar, una pequeña empresa cuya sigla representaba las iniciales de mi nombre; Jesús, Diez, Martínez. No fue por un afán egocéntrico, sino porque mi padre me había dado un nombre y una enseñanza: ese nombre tenía que ser limpio e intachable, sin temor a mostrarse. Un año después, recibo la carta de nacionalidad chilena, con lo que obtengo la doble nacionalidad, la chilena, manteniendo la española.
Muchas fueron las medidas que fui implementando en la empresa: el descanso obligado de conductores, la velocidad controlada por diversos mecanismos, los controles propios en Ruta y sobre todo, una que hasta el día de hoy ninguna tecnología supera: conversar con los trabajadores, conocer sus problemas, sus inquietudes, su vida. Una palabra de aliento, un buen concejo, una expresión de afecto no la reemplaza ningún computador. Hoy mi hijo mayor, que tiene la Gerencia General de las empresas del grupo Tur Bus, a pesar de la tecnología de punta con que se trabaja, comprende más que nunca, que por qué cuando ya éramos grandes, la mayor parte de mi tiempo no estaba en la oficina, sino que en los patios y talleres conversando con mecánicos, choferes o auxiliares, tanto los problemas naturales del trabajo como los que cada uno necesita desahogar.
Así, la empresa fue creciendo en recorridos y servicios y adquiriendo otros medios de transporte. Hoy con la ayuda de los trabajadores, entre ellos nuestros hijos y su grupo familiar, he logrado liderar el transporte terrestre del país. La que ayer fue una góndola y luego la “tarro bus”, hoy comprende a las líneas de buses interprovinciales Tur Bus, Intersur y Cóndor Bus, con una flota de más de 600 buses y cerca de 200 vehículos entre camiones y camionetas.
Si algún merito tengo en esta expansión, es el haber sabido delegar a tiempo la administración en las nuevas generaciones. Gracias a Dios, nuestros hijos son una muestra fiel de lo que me inculco mi padre: la unidad de la familia debe superar todo interés económico. Y en esa unidad ellos se han encargado de hacerla crecer, adquiriendo y creando otras empresas, como son tecnicentro Sierra, la Inmobiliaria Ando, la Imprenta Ventrosa, una sociedad Agrícola; Metalúrgica del pacífico; las líneas aéreas Avant y National y algunas inversiones compartidas como cafeterías Coppelia.
Celebro que mis hijos desarrollen además obras de beneficio social y que no hagan alarde de ellas: “que tu mano derecha no sepa lo hace tu izquierda”
Uno no es más feliz al tener más empresas o bienes, sólo es feliz en la medida que cumple la misión que a cada uno Dios le dio. Ningún trabajo es más o menos importante que el otro. lo esencial es saber que la parábola de los talentos tiene vigencia hoy y la tendrá siempre. Si puedes dar trabajo a un grupo familiar, hazlo y si lo puedes hacer a muchos, es tu deber promoverlo. Porque todos estamos de paso, hay que darlo y darlo bien.
Termino mis palabras agradeciendo a ICARE una vez más la distinción que me coloca en la galería de gente tan importante, y a la que nunca soñé ni pensé llegar; gratitud que extiendo a mi esposa e hijos, yernos y nuera, a todos mis trabajadores y colaboradores que con lealtad y gran sacrificio han ayudado en esta obra. Para mí es significativo recibir el galardón el año que cumplimos 50 años de vida empresarial.
Mi gratitud final a Chile, país que nos acogió con tanto cariño, y a mis padres, que me dieron la Fe Cristiana, y que desde el cielo comparten la felicidad de este momento.